martes, 3 de mayo de 2016




Fiebre




     Por aquellos días, salía a las doce del colegio, fatigado, hambreado,  y sin que me detuviera en ninguna vitrina o saludo, me enchuspada en mi casa. Tiraba lo útiles escolares a un rincón del cuarto. Almorzaba tortuga. Al lado del vaso de jugo colocaba mi Sanyo, los dedos operaban la aguja, visitando las emisoras locales, nacionales e internacionales, luego me coroteaba con aparato y llenura a hacer la siesta. Las frecuencias que captaba coincidían con mi afición musical: la balada. Era un furor entre chicos y grandes. Me comía las uñas aplicando los oídos a las pastas de Manolo Muñoz, Nicola Di Bari, Roberto Carlos, Milton Cesar, Cesar Costa, Rafael, Enrique Guzmán, Sandro, los Brincos..., y ahí mismo brincaba de la cama al escuchar la voz de mi madre: ¡A qué sabe el sancocho y la siesta con esa bulla! Me quedaba con los labios cosidos, y mermaba en lo mínimo el volumen de mi transistor.  Mi mamá hacia stop en la cantaleta, y con el pelo hecho jipi (En ese instante sonaba: Despeinada, ja, ja, despeinada ja, ja...), se encaminaba al cuarto donde estaban el par de cunitas. Oía a mi madre mimando las muñecas parecidas, blanquitas, monitas, ojitos vivitos, que pataleaban y sonreían. Luego yo fijaba cuidadoso la oreja al parlante pequeño para escuchar mejor las baladas. Parecía un nuevo botón en la fachada del artefacto. Y si el cantante fuera Sandro, y la tonada se llamara Por algún camino, pues con mayor razón me embobaba la letra. En alguna ocasión se la había dedicado a una sardina, estaba más tragado que medias de montañero, pero ella ni cinco de bolas a mis piropos... Pasados unos minutos de tener los ojos entrecerrados por la arrullo de la canción, me paraba de la cama. Caminaba al baño. Pegado a la taza ovalada, en voz baja, también tarareaba las notas musicales. Duraba un buen lote de tiempo hasta que el bufido de uno de mis hermanos me despabilaba, borrándome por un instante la tonada, y aligerando sin querer la cagada del sancocho.
     ¡Oiga se fue por la taza!
     ¡Ya voy, ya casi! ¡Aguantate!, exclamaba pujando, poniéndome morado.
     ¿Sí? ¡Cómo que ya voy! ¡Tal vez “ya voy Toño”!, ¡Y ojo con la hernia! ¡Toca ir a cagar al cafetal! !Qué bárbaro!, exclamaba mi hermano muerto de la risa.
     En ese espacio salpicado de olores, le di manija a mis primeros pinitos de fiebre de balada. Soñaba emular a cualquier intérprete y el porqué no superarlo. Elegí una canción de Sandro. En la cajita de Pandora había quedado esta hebra deleznable pero tangible, y tenía que alimentarla con manos férreas para llevarla a cabo. Lucha no me faltaría. Estos planes se interrumpían  mirando el reloj, y otra vez el morral de libros para el colegio.  De lunes a viernes la devoción era el estudio, los sábados y domingos combinaba la pelota, la recocha, el billar, las esquinas, boleando el llaverito, a lo cocacolo, las lecturas de los nadaísta y Andrés Caicedo. En noches de luna llena, púrpura, jugaba al escondite, ya no en forma individual sino en parejitas. Era una linda innovación  lúdica del inicio del idilio directo y el espantamiento decisivo del atortolamiento. En los recreos del colegio, ratos de  noches y fines de semana, gorgojaban los cantantes de moda. Canjeé el billar por este regodeo. El garitero hacía cara de sorpresa cuando no entraba al café, sabiendo que era mi tercera casa. Ahora me paraba en alguna de sus puertas. Ojeaba fugazmente su interior, buscando los mompitas de siempre, y tres marfiles redondos. Para derretir tanta preguntadera, pues los sacaba de un solo taquito diciéndoles que no volvería a tacar las bolas hasta que no tuviera los veintiuno. No quería más guandocas, multas ni alegatos en casa. Puras disculpas mías, pero convenían con ellas. Los fines de semana pasaba con algunos de mis mompitas en el ye-ye y go-go, acrecentábamos la música acompañada por unas que otras copitas de ron. Hubo amagues de formar grupitos de twist, rock y la balada. Todo quedaba en chicanerías de ambiciones y voces. Estos corrinchos eran las tertulias de cada ocho días. En este ocio conocí a Poncho. Mi mompita el Mocho Norbey, me lo presentó. Poncho no le hacía a los libros. Trabaja en su casa con su padre. En cotorreos vislumbraba una timorata afición por el canto, aunque hablaba con cierta pertenencia sobre las corrientes musicales actuales. En agualulos y repichingas que hacíamos los viernes, le daba el arrebato por solfear, más que todo por al ánimo valentón de los roncitos. Tenía voz. No lo hacía mal. De acuerdo a estos detalles,  pensé que podía ser el socio ideal para no dejar secar el aventón de ser estrella de la canción. Una noche, amorcillados en el café de don Ramón, le tiré la propuesta, diciéndole que tenía timbre para cantar. Se rascó la oreja. Luego dijo riéndose:
     Pues  cuando era pelao cantaba en todas partes, y la familia y amigos me aplaudían.
     ¿Y quién no ha hecho?, pregunté.
     Sí, todos. Eso forma parte de nuestras chiquilladas, respondió.
     Finalmente dijo que sí. Y de una vez lo bautizó el dúo Cadavérico de la Balada. No sé si lo dijo en serio, por fregar, por susto o el vaticinio de un desastre. Los dos pelamos los dientes a todo dar. Empezamos a diseñar los posibles ensayos. Este fue el punto de inicio. Nos inscribimos. Nos veíamos positivos ante la fanfarronada. En ese momento asomó las ñatas nuestro mompita, el Mocho Norbey. Le contamos nuestro plan.
     No puedo creerlo. Cuando uno no tiene nada que hacer se piensa en pendejadas, decía sarcástico, rascándose su par de güevas.
     Estuvo atacado por la risa. Nos alarmamos porque su cara media barrosa se fue poniendo color uva. Su carcajada fue la más larga en el ambiente pueblano. Para sofocarle su ataque le dije que si quería hacer trío.
     No faltaba más la desgracia que me pusiera a botar voz. No entono una nota musical ni por despechado que estuviera. Tengo otras cosas que hacer, dijo.
     Poncho le mencionó el nombre. Quedó bobo de la risa envuelta en hipo. Le dije que frenara la respiración, tapándose la nariz hasta donde aguantara; luego dijo que con él seríamos el trío Cadavérico de la Balada. Con la agonía del hipo, siguió riéndose hasta que le dolió el estómago. Por fin el Mocho Norbey se fue con sus bromas, deseándonos éxitos. Aguantamos un poco en el café sincronizando aspectos. Lo de nosotros era un deseo arrojado. Y estaba decidido.
     Entre los latosos suspiros de las tardes y los preludios fresquitos de la noche,  salía del colegio,  me venía en surco directo a la casa de Poncho. A veces no iba a comer. Tuve varios altercados con mi Vieja por esta metamorfosis musical. Me puso a elegir entre los libros y el canto. Le manifestaba  que el romperme el coco era una tonada o lo contrario.
     Pues sí, que bella perorata la tuya, me decía.
     Pero la ponía a pensar. Y antes que me respondiera con un rotundo no, le fortificaba obstinadamente mi cálculo, endulzándole sus oídos con el cuatro o cinco en provecho académico,  una devoción más cerca de Dios con una doble lectura del catecismo del “Cura Astete” y una inmejorable “Urbanidad de Carreño” en mi comportamiento, todo esto reflejado en la próxima entrega de calificaciones. Ella se quedaba tranquila aunque maliciosa. Luego me dirigía al cuarto, mecía el par de muñecas, les hacía ojitos donosos. Ellas hacían si no perfilarme gentilezas, tal vez apoyando mis tretas persuasivas. Resuelto estos impases, me entregaba a mis tanteos musicales.
     El caserón de Poncho era rupestre, hecho de bahareque, ladrillo, amplio y feo. Elegimos el décimo cuarto (él decía que cuando no tenía nada que hacer pues se ponía a visitar cuarto por cuarto para entretenerse) por lo póstumo, ancho y solitario, la acústica barata pero tolerable para nosotros. Nos metíamos de llenos en los ensayos. Sucedieron cosas curiosas: colgábamos del techo un tarro, sostenido por un hilo largo de nailon, era el asombroso micrófono. Colocábamos un asiento al frente, mientras uno entonaba las notas, el otro hacía las veces de receptor, revisor, corrector, y aplaudíamos cómicos. Trocábamos puesto. Cándido remedio para doblegar la avidez en caso que el terreno se hinchara de esa masa de muchachada de cabellos largos e ideas locas, llamado auditorio. Esta ayuda era a medias, ya que habíamos conformado un dúo, pero a la hora del té valía. Alentaba nuestros arrojos. A ratos nos divorciábamos, pero los desvelos seguían. Los dientes gastaban las uñas. Embolatábamos a ratos el compás de la cita musical con nuestros mompitas. La secuencia era copiada. La broma cantaba como instrumento. Fiebre de balada la cuestión. Se berreaba. Hasta los tombos llegaban de sorpresa  a detener el bochinche de voces y guitarras desafinadas, tal vez nos denunciaban algunos vecinos  molestos. Una monería de la musa de Euterpe movía el esqueleto por esos linderos. En la casa de Poncho la familia le daba lo mismo que cantara o no. En la mía regía un clima irrigado de chingotes educativos. Mi madre me ayudaba. Conocía mis temores y fibras nerviosas. Me embebía fórmulas, criterios o consejos para enfrentar con toda entereza el alud que se avecinaba. Mis hermanos me jorobaban con sus bromas. Menos mal no estaba solo. Palmoteos consanguíneos, amigables,  otros invisibles, repicaban en mis oídos. Si el fracaso llegara sería culpa de obstáculos insólitos, tal vez orquestados por seres impalpables, poderosos, retozones, que posiblemente no podía  atajar. Pero cuando algo se mete entre ceja y ceja hay que llevarlo hasta su conclusión. Crear hernias positivas para que todo salga bien, pensaba dándome golpecitos en el pecho de ánimo, de confianza y no de penitencia. Los domingos nos sentábamos  en la fuente de soda de la esquina, y al sabor de unas cuantas cervezas, le requeríamos al discómano que hiciera rodar la pasta Por algún camino. Esta petición la hacíamos varias veces. Su letra, sus tonos, la íbamos memorizando aún más. Después cada uno a su rancho. Me metía al baño a seguir tarareando la pieza musical en baja frecuencia. Por lo regular, uno de mis hermano, no el mismo, me estropeaba la lírica, tocándome reiteradamente la puerta y voceando bellaco!:
     Acaso la canción está hecha de mierda! !Mira que hay una cola para el legítimo bollo!
     No le prestaba un comino de interés. Con estos preámbulos el ritmo de ensayos se triplicaba afinando voces, gestos, botando temores. Estamos que nos cantamos, pero me daba cierta vaina en el tragadero y rasquiña en el ombligo. No es carraspera ni lombrices, me decía Poncho en cierto tono burlesco. No vayas a creer que a mí también. En esos estamos de acuerdo, pero no pensemos más en  eso.  Vamos para delante porque para atrás uno ve “el Putas en Calzoncillos”.
     En posibles titubeos acordamos cerrar las bocas, no los ojos. Por lo regular, nos parábamos al frente del teatro “la Lámpara Maravillosa”, nos parecía imposible que mañana estuviéramos allí metidos. Nuestras manos lijaban sus paredes, había semejanza con las paredes del éxito o lamentaciones. Esta tarde no hicimos nada. Nos relajamos con otros mompitas yendo a chapucear al río  Palomino. Lo nuestro ya estaba liquidado. Lo extra correría a cargo de nuestros ingenios y espantar los miedos. De vuelta entramos a la iglesia. Estuvimos una hora ensimismados, rogando al Señor de los Milagros, aunque por allí no estaba su yeso, nos diera corazón, bríos, y la letra no se borrara de la materia gris. Salimos  en paz. Nos sentamos  un rato en un banco del parque. Allí se formó un corrillo de bromas y humos de cigarrillos. Más tarde nos pillamos con el Mocho Norbey, aunque tratamos de esquivarlo pero nos pilló de frente. Con su joda a flor de labios, la anchura de su boca que se alargaba del occidente de una oreja al oriente de la otra, nos dijo:
     Espero que pasado mañana les lleve rosas, claveles, no lirios ni gladiolos.
     Se fue cagado de la risa. No era raro en él. Nos despedimos chicaneros pero con nubecitas tensionadas. Quedé de ir  por Poncho mañana a las dos de tarde.
     ¡No me falles ni por el verraco!, le repite varias veces.
     En mi casa reinaba interés. Mi madre me recomendó acostarme con las gallinas. Los lloriqueos sin ganas de las mellizas fueron sedantes. Soñé corriendo detrás de notas musicales que tenían formas de alas de mariposas, pero apenas sentían mi hostigamiento, se santiguaban, huían espantadas. Desperté no muy tranquilo. El sol hacía rato entraba y salía travieso por mi ventana. Bueno, por lo menos hace bonito día. Esto puede ser un buen presagio. Me llamó la atención el sueño. Lo dejé archivado. No quiero atormentarme el día ni el de mi socio. Desayuné ligero. No me acordé de la canción. El resto de la mañana estuve quieto, sentado en la silla mecedora, riéndome, sobándole el hocico a Negro. Almorcé una tacita de caldo. Hice siesta. Al desprenderme de mi familia, casi me arrugan de tantos besos y abrazos. Mejor que un aerolito, llegué a casa de Poncho. La mamá me dijo que había salido a un mandado. Me dejó razón que si se demoraba, pues caía allá en el teatro. Me dio mala espina. Sería que antes de tiempo se habría cagao en los pantalones.  Claro, uno no sabe nada Los nervios están al acecho. Pero bueno, creo en Poncho,  lo esperaré en el teatro. Circulé moroso por los andenes. Compré una cajita de chicles, me fumé un cigarrillo fino. Entré al café de don Ramón, tomé café clarito. Luego si discurrí al teatro que estaba al frente. Me sentí mejor cuando vi la figura de Poncho a una cuadra del teatro.
     Ajá, no, más perdido que hijo de Lindbergh, dije.
     Sonrió.
     Nos llamó la atención la cola que había.
     ¡Qué barbaridad!, pensé que esto estaría solo, como un perro callejero, como barca sin barquero, solo con mi voluntad..., como dice la canción,  pero mira la filota que hay, dijo Poncho.
     Esto es fiebre de balada, mompita. Y pilas, ¿no? dije.
     Con los  inicios de la velada nos resbalamos  por un ladito de la fila, hasta encontrar la puerta de entrada. Le quise contar el sueño, pero Poncho interrumpió diciendo, nada de sueños. El sueño está a unos pasos. Pegó una carcajada con cierta vaina. Un ensordecedor murmullo nos dio la bienvenida. El escenario y el baño eran los dos únicos espacios iluminados por faroles entre rojizos y amarillentos. Hablábamos en voz alta. El ruido no dejaba oír. Nuestro arranque estaba aturdido. No sabíamos que atajo coger. La amplia sala estaba dividida en dos segmentos. Cada uno formado por hileras de sillas. Dos pasillos angostos al lado de las paredes, más el amplio y real que era el de la mitad. Exploramos sitios donde sentarnos. No hallamos butacas en donde pudiéramos sentarnos juntos. Cierto desafino empezó a espolvorearse en ese instante. Nos acomodamos como pudimos en los costados, distanciados el uno del otro. No nos comunicábamos ni por telepatía. Ese fue el alejamiento. De pronto el murmullo cesó. La señora elegantísima, promotora del espectáculo y presentadora, inició la ceremonia. Presentó el jurado y el combo musical. A partir de allí comenzaron a salir los distintos participantes. Las voces sonaron envueltas en utensilios melódicos, pitos, aplausos. Los grupos, dúos y solistas regresaban por los pasillos de los costados. Ojeaba las huellas de mi socio, me restregaba los ojos, pero nada. Debe estar en la misma actitud  mía, pensaba como consuelo. Esta secuencia era una auténtica prueba de fuego. El evento siguió su derrotero. Antes de nuestra citación, reparé nuevamente el sitio de mi socio, y nada. Agaché mi torso, empecé a hacer nudos con los dedos. Mi corazón se aceleró cuando escuché el llamado. Sonaron sirenas de ambulancias, de guerra, silbidos galácticos. Me levanté como pude, luego me abrí paso en medio de un bosque de piernas que parecía que me ponían zancadillas. Llegué al pasaje tambaleándome. Caminé lento. La distancia al proscenio era corta, pero me pareció larga. Guardé tozudo la ilusión que mi mompita surgiera por el otro pasillo, pero se lo había tragado la tierra. No había otra alternativa. Tendría que oponer la responsabilidad. Menos mal que la menuda claridad y mayúscula gritería envolvía mi aspecto sórdido, los crepúsculos hechizos emanados de la capota de luces del escenario, tampoco lo revelaban. Al subir los estribos de la tarima, un vientecillo condolido devolvió parte de mi coraje nublado. Me paré al frente del micrófono. Me sentí el cantante más huérfano. Miles de ojos me achicaban. Algunos gritaron:
     ! Viva, Ñato!
     Esto me dio más culillo. La animadora me inculcó ánimo colocando su mano en mi hombro. Me preguntó por mi compañero. Recurrí a la primera excusa que apareció en mi materia gris. Ella tomó el micrófono e hizo la aclaración pertinente. Abucheos y pitidos. Usted debe salir adelante,  suerte, me dijo. Apreté con tenaz el micrófono. Antes de iniciar la canción, alcancé a vislumbrar a mi socio. Su silueta estaba fruncida, recostada en el umbral del baño, iluminada sus bordes por hilillos de luces amarillentas. Bonita hora de aparecer. Él era ya historia. El embrollo era el mío. Mis fugaces pensamientos fueron borrados por el tocar de los instrumentos. Cosa especial, mis manos aflojaron suavemente el micrófono. Canté dócil, humilde, pero seguro. La letra estuvo clavada en mi materia gris. El silencio del auditorio revoltoso fue mi cómplice. Coroné la balada. Vítores y silbidos. La maestra de ceremonia me dio un abrazo. Me susurró cerca del oído: Bien sardino, te faltó un poco de volumen, pero en términos generales la sacaste, y te espero para la próxima eliminación, ojalá venga tu otro socio. Ése quien sabe si sale a la puerta de su casa por un tiempo. Tendré que animarlo, arrastrándolo con una grúa, dije con leve risa. Después sentí un retozo zalamero. Pero la emoción, a veces, tiene picaduras de contrastes, chistes o extrañezas. Antes de deslizarme por los escalones y tomar un pasaje de los costados, inexplicablemente el tapete que cubría ese pedazo de atrio se había parado. La mano de un duende psíquico, sin oficio, había creado un estorbo. Cuando traté de esquivarlo, fue tarde. Mi zapato trompillo, mi cuerpo cayó abajito donde estaba. No oí aplausos sino voces histéricas. Ninguna sombra me arrimó la mano. El porrazo no fue estrepitoso porque alcancé a poner las manos en el piso,  formanndo la figura de un bebé, empezando a gatear. Lo peor, tomé el pasillo central. En esa posición caminé más o menos un metro, enfocado nítidamente por la luz circular que se desparramaba quien sabe desde que recoveco de la pared. Pelé los dientes. Excelente visaje que tapaba la cara de angustia. El auditorio quedó lelo. Luego la luz me abandonó, y me abrigó la penumbra. La algarabía volvió a tomar vuelo. Me puse de pies sin pesadez y tranquilidad. Caminé sin complejos. Una ondulación femenina salida de una de las sillas, exclamó:
     ¡Qué cantante más soda! ¡Me das un autógrafo!
     ¡Qué loca!
     Era la voz de Martina, la más recochera de tercero de bachillerato. Debe tener dos lentes extraños, pensé. Sin contratiempos llegué a la puerta de salida. Los cabellos solares agónicos y las manos de mi socio, salieron al encuentro de mis ojos encandilados.
     ¡Ñato, lo tuyo es de película!!Qué improvisación! exclamó Poncho.
     Película, fue la tuya, mompita, le dije con cierto tonito virulento.
     Lo siento. No pude controlarme. Me dio un mareo tenaz, dolor de cabeza, raquitismo, artritis en los remos, ganas de mear, de cagar. Es decir, se juntaron todas las plagas no contabilizados en  Egipto.  El pasillo de entrada estaba tan taqueado de cuerpos pálidos, que me tocó que refugiarme en el baño. No era el único, dijo Poncho.
     Bueno, te doy la razón. Hoy te tocó, mañana tal vez a mí. En muchos casos es peliagudo controlar los nervios, pero lástima que hayas vuelto mierda tantos días de entreno y expectativas. En cuanto a la improvisación tocaba. Menos mal eché mano a esta partecita dilucida antes que hubiera sido molido por el tantos ojos. En trance como éstos, sacar recursos, aunque  amedrantados, son los que valen.
     Sinceramente te aplaudo, dijo Poncho.
     Cuando nos despegamos del sitio, las colillas del bullicio salían encajonados por la puerta. Caminamos volátiles por el centro de la carrera.
     Hola, Ñato, ahora sí podemos respirar mejor. Y vos, no importa que nazcas ñato con tal que respires bien, dijo todo gracioso Poncho.
     No olvides que se canta por las ñatas y por la boca, dije.
     ¡Eso sí!, confirmó Poncho.
     Sonreímos los dos al mismo tiempo. La jovialidad de gestos y palabras, impregnó nuestras caras. Proseguimos nuestros pasos. Los aparcamos en un banco del parque.
     Oiga, Poncho, te metes otra vez a la nota, pueda que el aventón salga mejor, pero antes hay que amarrar esos duendes que están al acecho, dije.
     No. Con lo que pasó es suficiente. Este oficio no es para el primero que se apunte. Prefiero encender la radio y oír a Sandro o berrear sus canciones en el baño. Quedo curado. Esto te lo dejo a ti, que a pesar de todo, pues te fue bien, fue la primera vez, seguro que la segunda te sale de película, respondió Poncho.
     De acuerdo. Y a propósito del Mocho Norbey, menos mal que no se asomó. De la que nos salvamos, ¿no?
     Ni hables en voz alta, porque de pronto aparece por ahí, dije ojeando a todas partes como campanero. Pero no nos escaparemos después de su bronca, ni de los demás, ni del colegio, dijo Poncho. Toca aguantar.
     Fresco, mompita, de eso me encargo echando chistes y bromas. En eso sí soy un perito. Y así no los quitamos de encima, vale.
     Vale,  dijo finalmente Poncho.
     Nos estrechamos las manos. Poncho se fue pensando en su desacople musical, y yo programando la nueva oportunidad que me dio el jurado para seguirle dando manija a mi perspectiva de fiebre de balada.




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