miércoles, 27 de abril de 2016

Jugueteos en agua dulce

 

 

Jugueteos en aguas dulces


    



















     Recuerdo que nos bañábamos felices. Parecíamos crías de nutrias haciendo infinidades de acrobacias.    

     Nosotros, la muchachada del pueblito de ese entonces, aprendimos las primeras brazadas acuáticas en “el Charco de la Viuda”.
      Con el venir de los días, el charco se fue poniendo flacucho, y sus aguas limpias (no cristalinas), se fueron mudando en lodo o barro; pero así, nunca nos dio una fiebre o dolores en las articulaciones. El volcán del “Totumo” se quedó corto y bobo; además teníamos la ojeada diagonal del yeso de la Virgen, que no nos desamparaba ni un segundo.
    Cuando salíamos del charco, parecíamos figuras de barro labradas por manos precolombinas.
     Nos coroteamos, por decisión unánime, al tanque-piscina de “Kingo Chiquito” (“Pingo Chiquito”). El gorro favorito aquí era pasarnos el recipiente (en todo su largor rectangular o cuadrado, no preciso) debajo del agua. Eran hazañas que nosotros mismos aplaudíamos. Si en “el Charco de la Viuda”, en sus comienzos, inventamos el nado del ladrillo, pues aquí, dejamos firmado el estilo submarino, pero en la superficie. Bueno, al menos habíamos progresado en algo nuestro estilo marino. El único inconveniente que teníamos era que había que pagar para poder nadar. Fuera como fuera,  conseguíamos las monedas. Resalto que nos prestaban las pantalonetas, cuando por salir a carrera loca, se nos olvidaba echar las nuestras en los  líchigos amarillentos.
      Después, buscamos otras alternativas. Tiramos pasos largos al río Barragán, a los “Kingos” y “Palomino”. Sitios un poco  lejanos pero cercanos para el cuerpo y el alma. Ya no fuimos  sólo nosotros  sino todos los moradores de mi pueblo. Fue una devoción recreativa de las familias para el descanso, para embolatar los días festivos, para respirar aire puro y para exhibir cuerpos esbeltos y panzas obesas pobres y ricas a los rayos amarillentos y escarlatas del “Mono Jaramillo”. 
      Eso fue hace cuarenta y pico de años.
      Cuando hice maletas del pueblito para la ciudad de Cali, “El Charco de la Viuda” era ya una añoranza. “Pingo Chiquito”, todavía existía, y espero que los otros espacios de paseos también nombrados, aunque  la naturaleza se vuelve cambiante pero por culpa de la mano humana.
      Fue una época obsesiva (no enfermiza), por el agua. Todavía nos fascina el agua, no tanto fría sino calientita. Debe ser por los años. 
     Amábamos el agua, y esto nos hace pensar en defender humildemente la teoría evolutiva, que toda materia viviente, probablemente se originó en el agua.







  

domingo, 3 de abril de 2016






Las noches de Moscú


     En la universidad, y posteriormente en mi oficio de docente, leí sin sosiego la Rusia, no sólo la de ayer sino la de hoy, y la conocí  tanto como a mi Colombia, y me enamoré  de ella: su grandiosa evolución histórica: sus guerras,  su gobierno y política; lo geográfico: las llanuras de Siberia donde logró sobrevivir este extraordinario actante llamado Raskolnikovi; sus cadenas montañosas del Cáucaso, los montes Urales, bañada por dos océanos, el Pacifico y Ártico y  en su interior por  los poéticos mares del Báltico, el Negro y el Caspio, y su cultura en general, forma parte de las bibliotecas universales:  su música ( preciso, y no sé en qué época, tal vez la del Ye Ye y Go  Go, en las pistas hogareñas, hice pasitos con mis mompitas del baile Casatchok) y ballet, donde los distintos grupos étnicos rusos tienen sus tradiciones características en música folclórica, y también es admirable la fusión de la música folclórica con la milicia como si fuera un requisito indispensable para ejercerla; su literatura, donde en mis humildes rinconeras reposan obras, quizás pirateadas, de Dostoyevski, Gorki, Chéjov, Tolstoi, Gógol, Pasternak, Turguénev, Solzhnitsyn, Navókov  y Shólojv, y que algunas de ellas no he leído y quizá jamás lo haré, y que me aferro con alivio extraño a las palabras de algún poeta: “ Los libros no se han hecho para servir de adorno: sin embargo, nada hay que embellezca tanto como ellos en el interior del hogar ˮ
     Hasta aquí el viaje me ha costado sumamente barato, sin comprar boleto de ida y  de regreso, y ha sido a través de los libros, videos, películas y tertulias con mis amigos en la biblioteca UNIVALLE  o reunidos en la grama decorada por flores del “Jardín de Freud” o también en el café de los turcos, por la sexta, en la ciudad Cali, y me consideré un turista afortunado por mi concentración y paciencia, pero pensé que algo me faltaba, y como preámbulo, una mañana junto a varios grupos del colegio donde ejercía mi tarea como docente, realizamos una breve excursión pedagógica al terruño de Efraín y María, y allí, encaramado en la piedra del amor, no juré un amor eterno sino que prometí desmedidamente algún día tener la oportunidad de visitar a Moscú. Para esta empresa loca pero alentadora, cambié drásticamente mi itinerario de trabajo. Antes, sólo  ejercía una jornada académica, ahora tenía tres. Escasamente respiraba. Menos mal me hice buen amigo de dos coordinadores de las jornadas de mañana,  tarde, y así también poder solucionar la jornada  nocturna, me arreglaron los horarios académicos dejándome tres  horitas libres para poder viajar y almorzar, y algunos minutos para la comida. Un efecto simpático de este revolcón de tiempo y espacio, fue que una noche (siempre llegaba a casa del barrio de Santa Elena o Las Acacias, tipo 12 de la noche, y a veces cogiéndole algunos minutos a la madrugada) me convertí en un completo advenedizo en mi propia puerta familiar: La toqué tres veces, suavemente, mientras agobiaba mis espaldas el peso del morral la preparación epistemológico de las clases esparcidas durante 15 horas. Esperé tres minutos. Volví y toqué. Nada. Ningún ser consanguíneo, ni siquiera sonámbulo,  atendía mi llamado. Toqué por tercer vez, y esperé  con mucha paciencia, pero con mucha paciencia (era una de mis cualidades), y por fin a través del vidrio de la ventana vi la figura de mi hermano (fue una breve secuencia que me confortó) que me miró con los ojos casi semicerrados como si fuera un bicho medio anómalo (por supuesto que anteriormente había escrito la palabra advenedizo), y como si no hubiera descifrado mi figura repletamente conocida, se perdió de nuevo en su aposento. Conservé mi equilibrio. Pensé que el sueño de mi hermano lo dominaba en sus cuatro costados o era embriagantemente placentero que no lo dejaba ni siquiera asomarse  a un tris de su secuencia diurna. Mis manos, repetidamente, volvieron al toque toque, y esta vez apareció su esposa, y como si hubieran llegado a un pacto inconsciente, hizo el mismo papel de mi hermano. De todas formas conservé intacto mi buen estado de ánimo, y si se  hubiera salido de su cauce normal, tal vez hubiera tocado la puerta no con mis manos sino a patadas, pero bueno, esto era simplemente un pensamiento hipotético sumamente lejano. Nunca había estado en mi agenda esa clase de comportamiento anticonvencional.  Antes de volver al ejercicio de mi mano, desparramé mis ojos en las casas penumbrosas que adornaban la calle que se abrazaba  la carrera en la esquina de la tienda de mi amigo, “el Pastuso”, y en ninguna de ellas vi un indigente mirando infatigablemente sus adoquinados, esperando encontrar alguna cosa de valor o un borracho dándose tumbos en sus postes en cuyas cabezas exhibían faroles tristes, habitantes tan característicos a esas de horas de más allá de la media noche, y sobre todo un viernes cultural, y que yo mismo me había perdido por mi robotizada labor. Me sentí un espectro solitario, y esto lo digo porque él no es amigo de convivir en gallada, es existencialista en una dimensión desconocida… Toqué con el mismo sonido y ritmo de moderación. Y esperé. Mi hermano surgió de nuevo y abrió tenuemente la cortina de la ventana y miró. No sé si sus ojos se posaron en mí o en el vidrio o en otro punto de la noche. La cortina volvió a cubrir ese pedazo de espacio abierto. Esperé un poquitín tenso. Después de cinco minutos eternos, la puerta se abrió. Al entrar no vi a mi hermano. Vaina que me sorprendió porque yo al cruzar la puerta alcanzaría a ver en cuerpo y alma  sus jarretes meterse a su cuarto. No pillé ni siquiera una leve huella de ellos. Al otro día nos levantamos tarde. Y todo normal en la sala, en el comedor, en la charla cotidiana. Lo de la noche anterior pareció que nunca hubiera sucedido. Por supuesto, tampoco hice una pizca de referencia a esa secuencia nocturnal.
     A veces las cosas trataban de perder su rumbo, pero yo las endereza buscando atajos. Pensé en dos de ellos, un poco locos pero pueden ser razonables. El primero fue visitar al señor Belisario Caicedo, que tenía un importante agencia de viajes, además era de mi pueblito, y por este motivo guardaba la esperanza que él se acordara de mi familia e incluso habíamos ido a la escuela juntos allá en la vereda de San Gerardo Alto, además su finca y la de su hermano Gonzalo Marín lindaban con la nuestra. Le podría mencionar que me fiara el pasaje y yo se lo pagaría en cómodas cuotas mensuales. Con todos estos detalles, no sería exagerado decir que éramos hermanos de crianza por la cercanía de aspectos materiales y espirituales, y mi petición podría tener ecos positivos. El segundo, y el  que más me erizaba  los vellos y poros, era colarme en un avión, asumiendo el papel de “polizonte”, pero sin un final funesto. Estas dos ideas fueron meras fantasías en mi materia gris. Eran viables pero nunca las llevé a cabo.
     Con el trajinar de los años seguí fortaleciendo mi utopía, hundiéndome aún más en la lectura epistemológica del folclor ruso. Los fines de semana desparramado en mi cama o ratitos de esparcimiento (menos cuando tiraba las argollas en el juego de sapo de la esquina) que le robaba a mi oficio de docente, escuchaba con suprema inspiración melodías como Dos Guitarra, Ojos Negros (“las tristezas de las estepas rusas”), Kalinka, y especialmente esa canción de las Tardes de Moscú o las Noches de Moscú, que me regresaban  a  recuerdos hermosos con las compañeras de universidad en unas ocasiones y en otras con las chicas de amores de esos años maravillosos, paseando por el puente Ortiz, la avenida Sexta, y en otros sitios que poetizó  Andrés Caicedo en sus bellos relatos...
     Ni el esfuerzos de tantos años de oficio, ni las cesantías que me dieron que fueron tan pobres porque siempre trabajé en el sector privado, fueron ingredientes para materializar mi objetivo viajero, y sé que las promesas son para cumplirlas, y si no se llevan a cabo existen distintos conceptos sobre ellas: “las promesas significan todo, pero cuando no se cumplen, las disculpas no significan nada”, “debería ser un delito hacer promesan que no se puedan cumplir”, “lo importante no es lo que se prometa sino lo que se cumple”… No voy a entrar a polemizar pero lo mío si fue una verdadera promesa porque la hizo mi corazón, y quizá no la logré como quería, pero hasta aquí, en mi estado de madurez otoñal, sé que la he cumplido, porque mi alma ha viajado hasta ese lugar a través de una bella canción titulada Los Atardeceres  de Moscú o Las Noches de Moscú, y canto su última estrofita: Prométeme mi amor, que cuando llegue el alba/ y la oscuridad se convierta en luz/ me querrás todos los años/ recordando estas bellas noches de Moscú.
     Y estos crepúsculos de atardeceres que abrazan las noches moscovitas, son tan míos como las noches de mi pueblo o las noches caleñas que tanto viví…